Por Mario Quevedo
Especial para CENTRO Tampa
Hoy, con la venia de nuestra amabilísima Directora, me lanzo por esos caminos a los que me lleva, o bien la avanzada edad, o simplemente el entretenimiento de buscar para no aburrirme y poder pasar sin que la esposa trate de estrujarme la vida. A veces son laberintos que se nos presentan y, simplemente queremos seguir, o a los que nos lleva Chicho, ese empedernido rebuscador de inspiración en lugares recónditos.
Es que registrando libros viejos choqué con un escritor guatemalteco que murió en Nueva York después de una vida como exótico aventurero y, a lo mejor, reflejo de una de sus novelas El Cristiano errante. Estudiante en México, editor en el primer periódico chileno, Lima, Quito, nómade por Europa y, viviendo en Chile de nuevo como Ministro de Relaciones exteriores viajó Londres a negociar prestamos millonarios y fue acusado de recibir comisiones y sobornos ilegales.
Antonio José de Irisarri, (1786-1868) nuestro hoy instigador como prosista, en el curso de esos infortunios (aparente falta de su propia naturaleza), también se tiene que marchar a Venezuela, Curacao, hasta volver a Centro América y ser nombrado Representante de El Salvador y Guatemala en Washington.
Nada, que como decimos en Camagüey, “El que nace pa’ tamal, del cielo le caen las hojas”.
Pero bueno, volviendo a nuestro empeño, encontré en sus poesías versos que me han llamado poderosamente la atención. En “El Bochinche”, Irisarri comienza discutiendo con Salvat, la enciclopedia/diccionario español -a la que se refiere como “el buen Salvá”-, la definición de la palabra negándole la autoridad académica por no haber sido los literatos testigos de un verdadero bochinche.
En su definición, Irisarri indica que, contrario al alboroto que considera simplemente un “tumulto pasajero”, él considera el bochinche como el orden constante del desorden, el estado normal de vivir en confusión y en inquietud eterna.cubans
Nos predica el poeta que el bochinche nace de la absurda idea de haber dispuesto Dios “que la ignorancia los negocios del mundo desarregle y enseñando que cien necios deben mantener más razón que un sensato y que, habiendo más necios en el mundo, deben esos ser los gobernantes”. Contempla Irisarri que el bochinche es algo permanente, el estado normal en que se vive en confusión y en inquietud eterna, en fin, el desgobierno donde la fuerza y el desprecio a la ley se sobreponen en ese gobierno raro.
Pero (no podía faltar el pero de Quevedo), hay algo que no comparto con el poeta y es su peregrina idea de atribuir a Colombia la invención del bochinche, asegurando que eso y el nombre, de hecho, son colombianos. Evidentemente, en todos sus viajes, no pasó por Cuba o se midió con un cubano de por ahí, pues también, sin poeta que avale el hecho, allí nos consideramos ser ejemplos maestros del verdadero bochinchero. A lo mejor, sí es real lo que plantea, pero yo hoy me atrevería a indicarle que en Cuba se perfeccionó el bochinche y nos la arreglamos para embochinchar cualquier situación.
Bueno, basta de alboroto, asonada o locura. El bochinche, sea nativo de cualquier región o nación, ha pasado a ser parte integral de nuestro ser. Es verdad que hemos aprendido (o por lo menos queremos hacer lucir como que hemos aprendido) a vivir en el mundo de orden donde el destino nos ha traído.
En otra de sus obras, “Sátira”, el poeta me recuerda mucho al espejo en el que yo con frecuencia me estudio. Pienso en que me retrata cuando se refiere a como “cualquier perillán, cualquier zoquete, en teniendo papel y tinta y pluma, una mesa una silla o taburete, escribe sin pensar en lo que escribe, y el nombre de escritor toma y recibe”.
Este casi desconocido y errante poeta, me pone hoy a pensar. Y eso que ya hace más de un siglo que murió. Se le olvidó porque nunca conoció la computadora, como ahora se facilita tanto el escribir.
Es verdad que, como nos dice Irisarri, en los tiempos de ahora (de hace cien años – y más hoy), que “cualquiera escribe sin pensar en lo que escribe, y el nombre de escritor toma y recibe”. Nos recuerda el autor como antes, para entrar al gremio de escritores había que ser gramático primero y estudiar como niño de escuela la lengua heredada de la abuela.
Yo, y esto siempre lo he mantenido, no creo en etiquetas que podamos calzar en el pecho. Escritor, periodista, componedor de palabras, póngale usted el nombre que quiera. Yo solo me contento con agradecer la oportunidad de hablar o escribir lo que siento. Esa es la ventaja de vivir como hombre libre. Y, en eso sí creo firmemente.